El elefante blanco y la marabunta

¿Tantas cosas han muerto, que no hay más que museos?

Rogelio López Cuenca

Publicado originariamente en El Observador 24/marzo/2015

La víspera de la inauguración de la XXXV edición de la Feria Internacional de Turismo (Fitur), que anualmente se celebra en el Instituto Ferial de Madrid, Ifema, el Ayuntamiento de Málaga ofreció su ya tradicional recepción a las autoridades, tour operadores, agentes de viajes, directores de las oficinas españolas de turismo (OET) en los principales mercados del mundo y empresarios turísticos. Durante el evento, el alcalde declaró que Málaga era “el destino más dinámico de España, con una oferta cultural única y en continuo crecimiento”.

Las referencias al dinamismo, a la singularidad y al crecimiento continuo forman parte de la retórica básica de autocelebración del sistema capitalista desde sus orígenes; su extensión al mundo de la cultura es más reciente: pertenece a la panoplia conceptual de su variante neoliberal, y ha gozado de una enorme aceptación por parte de los gestores de lo público. De ello da fe el lema con que el Ayuntamiento de Málaga acudía a Fitur 2015: “Málaga, donde la cultura es capital”.

En España se da la paradoja de que la incipiente instauración de algo mínimamente parecido a una precaria sociedad del bienestar prácticamente coincide con la crisis del capitalismo industrial y la exigencia de su progresivo desmantelamiento mediante políticas de privatización de bienes y servicios públicos, entre ellos, la cultura, que queda subordinada a su rentabilidad económica: lo que conlleva a su vez el desarrollo de una cultura macdonalizada, es decir, caracterizada a grandes rasgos por la previsibilidad, la uniformidad y la automatización.

Esa mecanización, naturalmente, no es un fenómeno que quede restringido a los museos ni al mundo de la cultura. El modelo es, evidentemente, el del turismo masivo, que no es tampoco sino una variante aplicada a un segmento específico del consumo. El consumo, y no la producción, es el eje y el núcleo del capitalismo contemporáneo. Y el consumo se motiva mediante la continua excitación del deseo, un deseo que ha de ser, a su vez, sistemáticamente frustrado, situando constantemente un poco más allá la prometida satisfacción: exigiendo de nuevo un esfuerzo más para alcanzar una siempre postergada felicidad. Acumular objetos y experiencias, con preferencia por la cantidad en lugar de una cada vez menos discernible calidad. Por más que otro tópico recurrente sea el de la aspiración a un pretendido “turismo de calidad”, tropo eufemístico para definir al “de mayor poder adquisitivo”, o sea, una cuestión de cantidad.

Cuando las gestión de la cosa pública no tiene otro modelo que el mercado mismo, cuando no se mueve por otra finalidad que la de recuperar lo invertido e incrementar el margen de beneficios, no hay más que hablar sino de cantidades. Cantidades contantes y sonantes: desde el número de turistas al número de museos, o al número de visitas de turistas a cada uno de los museos, o al número de atraque de cruceros.

El desarrollo del capitalismo globalizado obliga a las ciudades a una permanente competición y enfrentamiento por convertirse en foco de atracción de capital, de inversiones, de nuevos habitantes, de valores añadidos, fondos públicos, infraestructuras de transporte y conexión, tanto física como simbólica, y eventos que singularicen y focalicen la atención del mundo, por lo menos durante un periodo concreto. Uno de los elementos fijos en la agenda por devenir “global” de las ciudades es la construcción de proyectos “emblemáticos” como parte de la regeneración de su imagen. Por norma, estos proyectos aparecen vinculados a lo que actualmente se conoce como cultura: desarrollo del sector de las industrias culturales y estrategias de consumo a través de la promoción y creación de la imagen de la ciudad: el “city marketing”.

La propia recurrencia del término “marca” para referirse a la ciudad (la “marca Málaga”) denota ya la imposición de una idea propia de la gestión de lo público considerado como mercancía, y la aceptación y “naturalización” de la omnipresencia del mercado como principio rector de la gestión del territorio, o mejor, de su marca, que se maneja mediante folletos y videos publicitarios. “Marca” también alude directamente a la competencia por “situarse en el mercado”: en esas lucha entre ciudades por atraer al “turismo” —se dice, abreviando—, pero en esa búsqueda de capitales los gastos propios del turista son lo de menos: la parte del león son las inversiones en construcción de infraestructuras y en transporte.

En un video promocional destinado a la ya mencionada feria de turismo, en 2015 se enumeraban catorce museos. Pero en anteriores ediciones, sin tantos melindres, se llegó a publicar una lista que llegaba a los cuarenta. De entre todos, sin embrago, los más publicitados, pues la operación estuvo desde el principio concebida como atracción turística, están en la ciudad en régimen de franquicia.

El franchising cultural consiste en el alquiler por parte de museos prestigiosos de parte de los fondos que no exhiben, obras de segunda fila (o de segunda para atrás) que no tienen la oportunidad de mostrarse, ya que el turismo masivo acude a ver las obras maestras, las mismas de siempre. Pero Louvre o Pompidou son marcas registradas como Prada o Gucci, e igual que las grandes marcas de alta costura tienen una línea de byproducts destinada al consumo popular —perfumes con su nombre, por ejemplo—, mediante los que las grandes marcas de la alta cultura ofrecen la oportunidad de disfrutar del capital simbólico asociado a obras menores que no por ello dejan de lucir cierto aroma afín al de las obras maestras.

La figura del franquimuseo la inaugura el Guggenheim-Bilbao en 1997 con un alto grado de éxito en cuanto a la transformación de la ciudad en un objetivo de visita turística. A partir de ahí, el museo-fetiche se convierte en el sueño húmedo de todo político aspirante a pasar a la historia sin derramamiento de sangre. Los elementos básicos son mínimos: un arquitecto estrella, un edificio-espectáculo y una programación midcult y de tirón mediático. Por ejemplo, puestos a exponer “algo” conceptual, una exposición de Yoko Ono, que quién no la conoce. O una exposición de Armani (que quién no tiene una camiseta, aunque sea falsa), o de motos.

Guggenheims hay, además de la casa matriz neoyorkina y en Bilbao, en Venecia y en Berlín y en Abu Dhabi, en los Emiratos; y aunque fracasó en Las Vegas —nadie es perfecto— trabaja en una sede para Guadalajara (México) y, por supuesto, Shanghai y Hong Kong.

El Lejano Oriente y Oriente Medio son mayoritariamente los polos de atracción de estas operaciones, que no dejan de tener cierto regusto colonial: anteriormente el sistema encubría su carácter depredador mediante la idea de exportación de modernización vía desarrollo tecnológico, y antes, mediante la retórica de la evangelización. El otro, sea el salvaje, el ignorante o el subdesarrollado —o el periférico del Sur— no tiene más remedio que incorporarse, de una manera u otra, a una modernidad global definida por los viejos imperios coloniales. Y no deja la memoria de evocar la escena tópica del timo del intercambio de oro por cuentas de vidrio. Una constatación dolorosa del síndrome del colonizado, que ha asumido su inferioridad, su incapacidad, y se ve obligado a importar la “verdadera cultura”, lo que de verdad importa y vale.

El acto final de esta tragicomedia es que esa obsesión por diferenciarse para así atraer inversiones vinculadas a la industria turística, esa carrera por la distinción recurre, en todas partes a los mismos recursos que ya hemos señalado: arquitectos-estrella, edificios emblemáticos y marcas de prestigio…, concluyendo en una homogeneización e indiferenciación total, lo que se salda con la imposibilidad de competitividad ninguna, dada la semejanza extrema alcanzada por su banalización. Se dibuja en la retina fácilmente un horizonte sembrado de ballenas varadas y de elefantes blancos.

La expansión de las pautas culturales tiene como objetivo ser absoluta: no sólo que veamos en todas partes museos con obras de los mismos artistas canónicos de la cultura occidental constituida en global, sino que en cualquier lugar del mundo veamos las mismas películas, se vista igual y se coma lo mismo. Todo previamente decidido. Es la lógica de la franquicia.

No es extraña la reutilización de antiguas fábricas como espacios dedicados a culturales. Y lo mismo ha sucedido con cárceles y cuarteles. En estas transformaciones podrán verse ecos de viejas promesas libertarias, resonancias de los movimientos revolucionarios que aspiraban a la demolición de esas maquinarias de opresión y tiranía; pero en realidad son la prueba irrefutable de que aquellos dispositivos de control y castigo quedaron obsoletos y que el orden se mantiene a base y a través de mecanismos mucho más sutiles, entre los que la “cultura”, entendida como entretenimiento y espectáculo, como bien de consumo y mercancía, se revela como el más sofisticado ingenio de creación de consenso.

Parecería que el museo hubiera renunciado a su finalidad originaria, su función formativa, educativa, de dotar de sentido a la identidad colectiva, de pertenencia a la ciudadanía… pero si esto no está ya entre las prioridades del museo postmoderno, del postmuseo, sin embargo esa función la ejerce, solo que ahora mediante la seducción y la mareante oferta continua de novedades. Y la identidad que se construye es la del consumidor global.

Cuando Adorno proponía la analogía entre museo y mausoleo —los museos como sórdidas tumbas de las obras de arte del pasado— ni se imaginaba que aquel rancio modelo, el museo aquel del vigilante que daba cabezadas, las telarañas, el inhóspito y frío museo que querían dinamitar los futuristas, lo iban a acabar liquidando la codicia y las avalanchas de turistas. Y nosotros íbamos a terminar echándolo de menos.

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