Turismo o la lógica cultural del capitalismo tardío

Mariano de Santa Ana

Si la industria turística ofrece placebos contra el vértigo con su panoplia de museos amnésicos, quizá el único museo que tenga sentido construir hoy día no sea otro que uno sobre el turismo mismo.

Imagen de Juan Ugalde

En el breve ensayo sobre la mitología de la Torre Eiffel que publica en 1964, Roland Barthes afirma: “La democratización del turismo, esta mezcla moderna de distracción y viaje, es sin duda uno de los hechos más importantes de nuestra historia contemporánea”. Por entonces el capitalismo se encuentra inmerso en un nuevo ciclo de crecimiento caracterizado por el proceso de estetización generalizada, que convierte a objetos y servicios en signos complacientes para seducir a consumidores potenciales, y por el creciente peso comercial de la industria de la experiencia, en la actualidad próxima ya a rebasar a la producción de bienes misma. Los espectáculos musicales masivos, los acontecimientos deportivos, el cine, la radio, la televisión y, más recientemente, Internet, son instrumentos decisivos de esta nueva fase de expansión del capital. Y, como supo captar el semiólogo francés —que abominaba del turismo de masas—, la democratización del turismo es, efectivamente, una de sus manifestaciones más poderosas.

Extinción de todo vestigio de naturaleza intacta, pérdida del sentido histórico, hegemonía de la imagen en la articulación de lo social, conquista total del tiempo de ocio por las relaciones de producción capitalista. El turismo, que nació en los márgenes de la actividad económica, se ha convertido en uno de los fenómenos que mejor resume la lógica cultural del capitalismo tardío, la imbricación de la economía con los sistemas simbólicos de información y persuasión a un punto tal que la noción de una producción ajena a la cultura ha perdido sentido. Abordarlo exclusivamente con análisis economicistas constituye entonces un reduccionismo aberrante y limitarse a condenarlo con juicios morales, como persiste en hacer buena parte de la Teoría Crítica, es un gesto estéril, “un lujo empobrecido”, como diría Fredric Jameson, que una perspectiva histórica no se puede permitir.

En tanto que prospectiva de lo sensible, la reflexión artística tiene pues en el turismo un dominio idóneo para analizar la mutación de la subjetividad que comporta este nuevo estadio del Capital. Y sin embargo el arte se ocupa poco aún de este fenómeno que mueve anualmente a millones de personas arrastradas por fantasías de evasión. Esta circunstancia no deja de resultar paradójica por cuanto que la industria del viaje y el arte contemporáneo han venido confluyendo cada vez más en el circuito global de exhibición, en la descomunal eclosión de museos y bienales de las últimas décadas —no podemos saber si después del receso de la actual crisis económica esta tendencia continuará—, y hasta en el seno de la creación artística misma, no sólo por lo que concierne a buena parte del arte relacional, que no es más que un producto de consumo fácil con una pose radical, sino en general en lo que, parafraseando a Hal Foster, puede enunciarse como el artista como turista que viaja constantemente por el globo con sus instalaciones o sus performances sin preguntarse seriamente por las necesidades específicas de las comunidades en las que aterriza.

Más aún: el artista, al que se le presume por definición la condición de sujeto dotado de autonomía reflexiva, y el turista, que no por serlo carece necesariamente de agencia, son figuras que entremezclan sus contornos en este nuevo orden mundial de movilidad. Es así pues que podría decirse, por una parte, que la absorción del espacio público por el espacio publicitario y la disolución de la frontera entre “lo de casa” y “lo de fuera” generada por las comunicaciones masivas, especialmente por la televisión, provocan que la célebre proclama beuysiana que vislumbra en “cada hombre, un artista” resuene por doquier, bien que ahora distorsionada por el eco de la época como cada hombre, un turista. Pero, por otra parte, en el corazón de la experiencia reificada late una pulsión utópica, que el pensamiento crítico no puede sino tomarse en serio, compartida entre la promesa de felicidad del arte y las expectativas de “doble vida espacio-temporal” (Siegfried Kracauer, “El viaje y la danza”, 1925) de los turistas, deseosos de escapar de su propia y conflictiva consciencia de las cosas.

La contraposición entre las figuras mutuamente reflectantes de Guy Debord y Andy Warhol puede iluminar algunas zonas de este vasto territorio atravesado por la ironía, la incertidumbre y la paradoja que conforman los encuentros y desencuentros entre el arte y el turismo. Para Debord la museificación de la ciudad histórica constituye el epítome de este “subproducto de la circulación de mercancías”, el turismo, que está ligado al “ocio que consiste en visitar aquello que se ha vuelto banal” (La sociedad del espectáculo, 1967). La Guía Psicogeográfica de París (1957), el mapa plegable que hace para repartir a los turistas, a los que insta a realizar el deseo alienado en el arte mediante el extravío por la ciudad del Sena con la atención puesta en las pasiones propias y ajenas, se inscribe en esta línea crítica, lo mismo que la denuncia de la turistización de Venecia en sus películas La sociedad del espectáculo (1973) e In girum imus nocte et consumimur igni (1978). No obstante, nada de ello es óbice para que, como él mismo cuenta en su autobiografía, Debord se ganara “unos cuantos años agradables” viviendo en ciudades-museo como Florencia y Sevilla (Panegírico, 1993). Algo, no obstante, que sus incondicionales siempre pueden justificar diciendo que en ellas el agitador situacionista sólo buscaba lugares en los que pensar lo negativo en su alcance más amplio.

A diferencia de Debord, formalmente la incursión de Warhol en las mutaciones turísticas de la cultura contemporánea se reduce en principio a un cameo que realizó en 1985 en la serie televisiva Vacaciones en el mar (The Love Boat). Pero Warhol tiene una propensión compulsiva a fotografiar y filmar el mundo y a fotografiarse y filmarse a sí mismo. Se comporta como un turista hiperbólico en toda situación, en todo momento, en todo lugar, como si la distancia entre el sujeto que observa y el objeto observado, pero también la distancia del sujeto consigo mismo, sólo pudiera percibirse mediante la proliferación infinita de las imágenes. Y con todo, hay algo que las imágenes no pueden representar: se trate de una almibarada serie norteamericana de televisión, de un retrato de un famoso realizado por el propio Warhol o de las falsas promesas de plenitud de las fotografías turísticas, hay un algo infigurable que las imágenes no pueden atrapar y que nos impulsa a repetirlas hasta el infinito. Y en esa repetición, la rubia platino lo delata hipnóticamente, late la pulsión de muerte. Esa es nuestra luctuosa condición de modernos: buscar continuamente en las imágenes un pinchazo anestesiante que nos haga olvidar, siquiera momentáneamente, la caducidad inexorable de nuestra existencia. Por ello la invitación al viaje de Warhol reviste el carácter de una equívoca invitación a la amnesia: “Si realmente quieres que la vida pase ante ti como una película, viaja y podrás olvidar tu vida.” (Mi filosofía de A a B y de B a A, 1975).

Más allá de sus respectivas obras, si es que cabe usar la noción de obra para referirse a empresas de semejante tenor, las poéticas de Andy Warhol y Guy Debord dan pie para pensar el cine y el museo como aparatos emblemáticos del régimen de visión turística del capitalismo tardío. Cine y museo bien que entendidos más allá de sus límites nominales, como dispositivos expandidos. Por lo que toca al dispositivo cinematográfico, una cita resume perfectamente esta cuestión pese a que su autor no conoció el turismo en su fase masiva:

“Una voz gritó: ‘¡Los turistas! ¡Los turistas!’ ¡Ah, verdaderamente sabíamos de este arribo! Si, turistas yankees. Una agencia de Nueva York volcaba su edificio sobre un barco. ¿Cómo lo habíamos olvidado? Seiscientos dólares, desde Nueva York a Italia. Un día en Canarias, otro día en Azores y luego medio día por las provincias ibéricas. Medio día en Madrid, medio día en Barcelona. El mundo en cinematógrafo, pero con la película reflejada hacia fuera. Era el público el que giraba rápidamente ante esa pantalla del mundo impertérrita” (“Sirenas yankees”, 1922 cursivas mías).

La mirada abundante de Alonso Quesada describe el inconsciente fílmico del turista, sujeto moderno cuyo umbral perceptivo oscila entre la desorientación y la fusión con la máquina de visión. Esa ilusión locomotriz, que hace que la imagen parezca más real que la vida misma, ha sido teorizada en nuestros días por Paul Virilio: “Con la aceleración viajar equivale a filmar, no tanto producir imágenes cuanto huellas mnemónicas nuevas, inverosímiles, sobrenaturales” (Estética de la desaparición, 1988).

La historia se acelera, lo real se desploma y el museo se convierte entonces en un antídoto contra el vértigo, otra ficción de significado inherente a las cosas, como el cine: Viejos cascos urbanos restaurados según los patrones mercantiles de la nostalgia y la espectacularidad, como los que provocaban las airadas críticas de Debord; hoteles como parques temáticos —este fenómeno es ya más reciente—, pueblos etnográficamente congelados, paisajes reducidos a pura evidencia. Si la industria turística ofrece placebos contra el vértigo con esta panoplia de museos amnésicos, quizá, entonces, y volvemos a emplear el término en sentido restrictivo, el único museo que tenga sentido construir hoy día en el Occidente que acostumbra cada año a viajar en vacaciones no sea otro que uno sobre el turismo mismo. No, obviamente, otro parque de atracciones trajeado de templo de las musas, sino uno que aproveche las herramientas artísticas legadas por la crítica institucional y el instrumental etnográfico de la antropología radical para, a través del turismo y de su más prominente espacio de consumo cultural, el museo, explicar la política de la memoria del capitalismo tardío. De llegar a materializarse, la imagen de un turista observando, observándose en este museo será sin duda algún día uno de los más hermosos emblemas de nuestro tiempo.

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