Turismo y arte contemporáneo: dos vías paralelas para comprender el relato del pasado reciente
Jorge Luis Marzo
Publicado originariamente en en Barcelona Metrópolis. Nº 72. Barcelona, 2008
Resulta sorprendente observar cómo la reflexión y el debate sobre el fenómeno del turismo en España es incapaz de alcanzar cierto grado de profundidad más allá de los tópicos de la sostenibilidad y de su valor en la economía.
El franquismo creó el turismo y triunfó. Benidorm y Marbella fueron las apuestas claras de un régimen que buscaba fachadas tras las que ocultar una dictadura. Para que ello pudiera legitimarse, emplazó el discurso en una terapia social más amplia: la despolitización. El recurso a la prestidigitación social mediante términos como “apertura”, “desarrollo” y “bienestar”, abrió la puerta para que un gran número de personas asumiesen que el turismo era una escapatoria al sistema, una especie de eslabón en la secuencia de hechos que ineludiblemente comportaban más libertad. Lógicamente, era una libertad sin directa impregnación política: una libertad a la que se podía acceder desde la despolitización. En esta dirección podemos comprender el nacimiento de los potentes contextos turísticos de Canarias, Baleares o la Costa Brava: entornos desarrollados ya no solamente desde los Ministerios sino desde la iniciativa privada; a menudo, meramente individual, como es el caso catalán.
El turismo, visto a través de los ojos de este relato interesado, puede aportar algo de luz para entender el hecho de que aquellas políticas no han sufrido variación alguna en las tres últimas décadas. Hay pocos países en el mundo en que la política turística esté tan desregulada como en España. Incluso los propios empresarios del sector así lo señalan. Eso se debe a la consideración, profundamente anclada en el imaginario sociopolítico nacional, de que el turismo promovió y permitió a los españoles acercarse a la democracia, aún “a pesar de” la dictadura. El turismo representó, en el marco de esta visión, un “caballo de troya” en las anquilosadas estructuras franquistas; un soplo de aire fresco que canalizó las bases de un sistema plural de derecho: “libre circulación de personas”, “contacto con el mundo exterior”, “acceso a nuevos mercados y divisas”, “tráfico de ideas y costumbres”. Al mismo tiempo, el turismo proporcionó el acceso al bienestar, a la segunda residencia, al automóvil (Sociedad Española de Automóviles de Turismo, SEAT), a un espacio público ya exento de conflictos, a las primeras fortunas y, sobre todo, se legitimó como base financiera de la familia: la inversión inmobiliaria se convertiría en la garantía de futuro, al contrario que en el resto de Europa, en donde los capitales familiares encontraban cobijo en el ahorro, en la industria, en los bancos, o en las cuentas bursátiles. Además, ya en democracia, como en la dictadura, los intereses turísticos sirvieron de trampolín o cobertura a los más variados pelajes políticos, ya sea en forma de financiación partidista, ya sea como vía para generar clientelismo electoral.
La ausencia de contestación a la existencia y perdurabilidad de este relato sólo puede comprenderse por la negativa a aceptar el trasfondo político en el que se gestó. Si la democracia ha optado no sólo por aceptar ese modelo, sino por preservarlo y potenciarlo, ello se debe al esfuerzo por falsear el origen de las cosas en aras a sostener un discurso eminentemente económico, pero que implica cuestiones de otras muchas índoles: ¿cómo se ha constituido el discurso sobre lo público? ¿cómo se ha casado la apelación al bienestar económico en relación al bienestar democrático? El relato del turismo en España ha ninguneado el papel que el franquismo tuvo en su creación para así poder blandir el modelo como eminentemente “civil”, resultado de la capacidad emprendedora de una sociedad que encontró en la primera línea de playa el recurso para superar, incluso socavar, el sistema político. Tal patraña ha servido para que en 2008 sigamos funcionando como en 1960, casi como un calco. ¿Existe algún relato de otro ámbito de la actividad social, económica o cultural que pueda parangonarse al del turismo en el sentido de haberse construido bajo tergiversaciones históricas tan fehacientes? Sí, y (no tan) curiosamente, ambos ámbitos han acabado dándose la mano para fortalecerse el uno al otro. Hablamos del arte contemporáneo.
¿Qué país europeo, o del mundo, despliega más de 30 museos o centros de arte moderno y contemporáneo? ¿cómo se explica que tantas ciudades de 50, 100 o 150 mil habitantes tengan museos de inversión multimillonaria? ¿cómo entender que España sea un país tan entusiasmado con el arte moderno cuando sus estructuras educativas y de formación cultural están a la cola de Europa? Algo hay que no acaba de cuadrar. Para entender esta compleja ecuación, será necesario atenderla desde perspectivas diferentes a las oficiales.
El relato de la gestación de la vanguardia de posguerra, pero especialmente de la política cultural que la acompañó, nos cuenta que hubo una serie de artistas, críticos y funcionarios tenaces que fueron capaces, a partir de los años 50, de ofrecer, a contracorriente del régimen, bocanadas de libertad expresiva que, a la postre, consiguó reunir un determinado consenso a su alrededor en su lucha por los derechos civiles de los ciudadanos. Según esta historia, aquellos artistas e intelectuales estaban casi agazapados, y gracias a su monumental capacidad de llevar en sus hombros la llama de la libertad, se convirtieron en héroes de una cultura a la que el poder no pudo plegar a sus designios. Así, tal era la fuerza de aquellos creadores que incluso el propio franquismo tuvo que admitir su presencia y hacérselos suyos a fin de vender la falacia de que en España se respiraba libertad creativa. Estas son las conclusiones que recorren la mayoría de textos académicos sobre la época. El arte moderno fue pues el “caballo de troya” de las ansias de democracia y libertad individual. Nadie quiere detenerse demasiado a pensar que la vanguardia de los años 50 fue un éxito del franquismo, un triunfo de las políticas culturales franquistas; que fue responsabilidad del Instituto de Cultura Hispánica y de cientos de intelectuales y burgueses que, gracias también a la promesa de la despolitización, vieron y vivieron el Franquismo de la forma más natural posible. El éxito de esa política cultural que llevó a la fama a aquellos artistas, que puso a España en el mapa cultural del mundo, pesa como una losa en la capacidad de discernir el papel que verdaderamente juega el arte en el imaginario político español.
“No hay ningún país en el mundo que gaste tanto dinero en arte como España, un gasto además que no tiene relación alguna con la importancia relativa del arte español en los circuitos internacionales ni con los efectos que esas producciones tienen. Todo ello responde al mito creado acerca del papel que el arte moderno tuvo en la resistencia antifranquista. Era la representación de la libertad; además, gracias a una imagen del artista sin rol social, como abstracto puro. España padece una situación de excepcionalidad que no cuadra ni con el arte europeo ni con el arte global. El silencio de la obra, propia de la abstracción expresionista de los años 50, se erigió en representación de la democracia. Se trata de una peculiaridad que quizás tiene cierto parangón en Alemania, cuando, después del régimen nazi, se crea la Dokumenta a fin de celebrar el arte abstracto como el arte de la libertad1”.
Estas palabras del crítico y comisario mexicano Cuauhtémoc Medina nos ponen en el camino adecuado. Con la llegada de los años 80, la política cultural española identificará el arte moderno como el espacio en el que pudo sobrevivir el alma de la libertad y de la izquierda durante la dictadura. Ese mito dará sentido a contextos como “la movida”, en el que se perseguía legitimar la cultura a través de su raigambre popular. Los museos se convertirán desde entonces en la seña de unas políticas que han defendido su importancia bajo la justificación de la educación y de la formación ciudadana, metáforas que buscan transmitir el valor otorgado al arte contemporáneo como hacedor de democracia. En esta dirección, cualquier intento de deconstrucción seria del franquismo corría el riesgo de acabar poniendo sobre el tapete la influencia de éste en la formación del arte moderno, o aún más enojoso, la participación del arte moderno en la legitimación del régimen. El resultado de ocultar esa contradicción ha sido la creación de unos relatos falsificados, que, en nombre del “valor único” de la cultura, ha llevado a un vacío extraordinario a la hora de dilucidar el verdadero papel social que el arte y la cultura tienen en España. Y, de paso, ha camuflado lo que de verdad había detrás del relato: la celebración del éxito de la comunión entre arte y estado a través de unas determinadas políticas culturales. En eso, las historias sobre el arte y el turismo se han conducido de manera análoga: una crítica de los fundamentos de ambos ámbitos choca frontalmente con unas complicidades que es mejor ocultar. Esto ha sido obvio en las diferentes políticas del gobierno central, pero también se pueden hallar muchos rastros en políticas municipales y autonómicas, o en eventos como bienales o exposiciones temáticas (pienso concretamente en el Forum 2004 de Barcelona).
Durante la última década del siglo XX y la primera del XXI, la comunión entre política turística y política artística ha sido manifiesta. Los museos y festivales de arte contemporáneo se han sumado a la riqueza patrimonial como activos en la oferta turística. No sólo eso, sino que los propios gobiernos hace ya años que indican la importancia de los centros de arte como revitalizadores de estructuras urbanas y economías de servicio. Los pocos indicadores que hay sobre la influencia de esos museos en las ciudades que los albergan no dejan lugar a dudas acerca de quien los visita: mayoritariamente turistas, lo que constituye una flagrante contradicción con el espíritu de “construcción ciudadana” que se aduce oficialmente en las inversiones de los mismos.
¿Hasta qué punto es natural esa comunión de intereses entre arte y turismo? En el caso español, y al hilo de la razones que aquí nos guían, esa confluencia de intereses responde perfectamente a una dinámica “tradicionalista”, dirigista, en la construcción y mantenimiento de determinadas lecturas del hecho nacional. Ambos ámbitos se han establecido como metáforas de la fuerza social frente a los vaivenes políticos; ambos terrenos se han constituido como ejemplos de la vitalidad ciudadana; pero ambos dominios se expresan por una clase política “intérprete” de esa vitalidad que ha sido capaz de generar las dinámicas necesarias para mantenerla y promoverla. En pocas palabras, los relatos del arte y del turismo se han construido en la manipulación y el secuestro de la expresión popular que pretenden celebrar. El estado, desde la antigua monarquía hasta los actuales poderes públicos, ha velado siempre por la salvaguarda de las esencias y de las calidades de un pueblo eminentemente “creativo”. Al mismo tiempo, el turismo se ha convertido en uno de los pilares fundamentales del Producto Nacional Bruto, siempre también gracias a la atinada dirección del estado y sus adláteres. Tanto el arte como el turismo han devenido iconos de lo nacional, marcas y logos de una identidad construida a base de pergeñar historias y relatos mediante medias verdades que sólo sirven para bendecir a inversores financieros y políticos, que desde posiciones ilustradas y tapadamente identitarias, desdeñan las verdaderas necesidades e intereses de muchos ciudadanos, quienes, a su vez, consideran que sus ciudades y museos puede que sean cultura, pero en donde no encuentran espejos en los que reflejar sus propios imaginarios culturales.
La respuesta a esa situación no es sencilla. Indudablemente, hay que empezar por deshacer esos nudos enquistados en un pasado mal digerido. Además, parece del todo necesario desvincular con claridad determinada política artística de la turística, en especial aquella que se dice al servicio estructural de los creadores, aquella que quiere poner el acento en las prácticas contextuales del arte y no tanto en las promocionales. Por otro lado, también parece urgente que cualquier tentativa de turismo “sostenible” tenga en cuenta que el perfil del visitante que con tanto ahínco se busca —según los responsables institucionales—, basado en “el reconocimiento y exploración de las realidades locales”, debe venir acompañado del mismo reconocimiento de las personas, grupos y redes que actúan localmente. Tampoco es menos importante que el flujo económico que va del arte al turismo sea recíproco: que los capitales derivados del turismo reviertan igualmente en la sostenibilidad de plataformas y estructuras locales de acción y pensamiento creativo, de forma que la promoción artística no acabe siendo un simple muro fotografiable sino un pared en la que expresarse.
Todo ello podrá ser posible siempre y cuando seamos capaces de formularnos las preguntas con habilidad, pero con mucha franqueza. El resultado de vivir únicamente a expensas de las respuestas está claro que no ha funcionado.
1 Entrevista a Cuauhtémoc Medina para la exposición El (d)efecto barroco. Políticas de la imagen hispana (CCCB, 2010).