Una mirada amplia al caso de València (sin Barberá en el centro de escena)

Chema Segovia

València resulta un magnífico ejemplo para explicar el tránsito, y no la ruptura, que se da entre la consolidación del proyecto democrático español hasta el momento de mayor actividad económica. Y también el posterior descubrimiento de la debilidad de aquellos logros.

Preámbulo. El proyecto urbano del 92 frente al del 2007

Cuando se habla de políticas urbanas españolas desde una perspectiva histórica, una parte importante de los comentarios se concentran en subrayar el valor del proyecto que se llevó a cabo en Barcelona para acoger los Juegos Olímpicos del 92. Posiblemente, la admiración que suscita aquella experiencia se deba tanto o más a su carga simbólica que a sus resultados prácticos. En la Barcelona Olímpica encuentra un espléndido retrato aquella España que, con una trayectoria democrática corta pero aceptablemente estabilizada, pedía ser reconocida como un país moderno y europeo.

A efectos de prestigio y legitimidad, también para facilitar su exportación y su venta, ha existido siempre un claro interés por parte de sus promotores en presentar el “Modelo Barcelona” como un diseño ideal suspendido en su tiempo, ejemplificador, con valor general, ajeno incluso a sus posteriores derivadas. Por evidente que resulte la posibilidad de hacer una lectura de conjunto que relacione el caso de Barcelona con lo sucedido algo más tarde en ciudades como Bilbao, Madrid, Málaga, Zaragoza o València (en la base de todas estas experiencias está el abandono de la planificación en favor de la estrategia), los defensores del 92 siempre han procurado separar el proyecto barcelonés de los demás, abriéndose en todo caso a asignarle la condición de precursor, siempre que se deje claro que las que le siguieron fueron, en mayor o menor grado, experiencias ya pervertidas.

La cosa se vuelve aún más llamativa cuando, desde el otro bando, existe también un notable interés por generar una comprensión que separe unos proyectos y otros. Libre de herencias históricas, enmarcándose en un contexto temporal que nada tendría que ver con el anterior, el segundo grupo de actuaciones se sitúan a sí mismas frente al despliegue del mundo global, un momento en el que las ciudades españolas comienzan a demostrar su valía en un nuevo escenario de tipo competitivo.

Según el esquema resultante, la Barcelona Olímpica (1992) se presenta como el paradigma del urbanismo español de raíz socialista, y en el otro frente, la València de la America’s Cup (2007) podría ser el buque insignia del proyecto urbano capitalista.

Sin lugar a dudas, los momentos centrales de los diferentes proyectos a los que hacemos referencia se sitúan en dos etapas con características bien distintas, opuestas en muchos casos. Pero una de las ideas centrales que se plantean en este texto es que esas dos etapas deben ser comprendidas en el marco de un periodo mayor, un periodo que necesita ser descrito en términos de tránsito. La lectura fragmentada de la historia que se ha instalado en nuestro país atiende principalmente a intereses de tipo político, si no llanamente partidistas. 

 

El caso de València, una historia por ensamblar

Bajo diferentes conceptualizaciones —“urbanismo neoliberal” sería la más extendida—, las formas de gobierno urbano que comenzaron a abrirse paso en el mundo desde mediados de los ochenta, ésas desde la que se explica el proyecto capitalista, han sido extensamente analizadas desde un punto de vista crítico, particularmente en espacios ideológicamente afines al que recoge este texto. Sin embargo, las representaciones que dibuja la crítica de izquierdas suelen antojarse algo planas, perdidas muchas veces en repetir argumentos preconcebidos y en teatralizar en exceso el rechazo (“¡La ciudad convertida en mercancía!”).

El ejemplo de València probablemente sea uno de los que más veces se han revisado y discutido en tales términos. Ilustrando esa tendencia al automatismo a la que apuntábamos, una parte importante de las descripciones guardan un elemento en común: una insistencia que bordea lo testarudo por situar en el centro de la explicación a Rita Barberá (o a Francisco Camps, que tanto monta). A partir de ahí, los 24 años que duró el gobierno del Partido Popular se presentan como una etapa desanclada de la realidad valenciana, que produjo una ciudad hueca que suplantaba a la ciudad original, pensada a partir del ensimismamiento en la proyección internacional y enajenada de lo local. Resulta paradójico que la revisión crítica de lo ocurrido en València asimile uno de los principales intereses del gobierno del PP: construir una comprensión de proyecto totalmente propio y autónomo, sin precedentes ni alternativas de continuidad posibles si no es fuera de sí mismo.

En contraposición a esta idea, una mirada en perspectiva desvela claras líneas de continuidad entre el proyecto de ciudad de Barberá y su pasado inmediato (el gobierno progresista del periodo 1979 – 1991). Y es que València resulta un magnífico ejemplo para explicar el tránsito, y no la ruptura, que se da entre la consolidación del proyecto democrático español hasta el momento de mayor actividad económica (también el posterior descubrimiento de la debilidad de aquellos logros). La puesta en relación del proyecto socialista valenciano y el proyecto popular desvela la compleja naturaleza de este tránsito y da densidad al debate.

 

La construcción de la imagen pública de València

El principal nexo de unión entre un proyecto y el otro sería la decidida intención de los dos gobiernos promotores de redefinir la imagen pública de la ciudad de València. Esta voluntad se vuelve constante desde la entrada de la democracia y llega incluso hasta nuestros días. A lo largo del tiempo, se desarrolla con diferentes sensibilidades, pero es importante señalar que no se ha pretendido nunca sólo con vistas hacia fuera. También la ha orientado el interés por reordenar los elementos de la identidad colectiva, congregar a la ciudadanía alrededor de nuevos simbólicos e introducir en su comprensión significados que asienten una idea compartida de progreso.

Se puede decir con razón que esto último es un aspecto extendido a toda forma de gobierno urbano, pero en el caso de València, la observación del empleo de elementos simbólicos y culturales en los intentos de reescribir la imagen de la ciudad se vuelve particularmente interesante por la amplísima gama de jugadas que exhibe la partida: Movilizaciones sociales que se convierten en victorias democráticas (el Turia y el Saler)1, imaginarios tradicionales en conflicto con los ideales ilustrados (Sorolla y Blasco Ibáñez frente al arte moderno), hitos transfigurados que pasan de las manos de un partido a las del otro (Ciudad —de las Artes y— de las Ciencias), iconos que se desmantelan y que tras cambios de gobierno tratan de recomponerse a duras penas (IVAM), momentos emblemáticos que ahora se muestran deslucidos e incitan incluso la ironía (Barberá y Camps paseando en un ferrari descapotable junto a Fernando Alonso).

En un artículo que es referencia fundamental de este texto2, Pau Rausell analiza la construcción de la imagen pública de València y desgrana el modo en que se fueron desplegando las intervenciones con vocación representativa. La secuencia traza un proceso continuado aunque también algo atropellado, con grados variables de consolidación y efectividad, sembrado de avances y retrocesos, con un cierto ambiente de disputa entre partidos políticos que no siempre saben demasiado bien desde qué parte del campo juegan.

Para una explicación detallada de aquel proceso y de los factores contextuales que en él intervienen, recomendamos recurrir al artículo de Rausell. En el siguiente apartado de este texto, nos detendremos a comentar únicamente la etapa final del gobierno socialista y los inicios de la estrategia urbana del Partido Popular, tratando de ensamblar la relación entre ambos momentos y de detectar similitudes y discrepancias. 

Del sueño ilustrado de la alta cultura al ocio como espacio de encuentro

En el ambiente de progreso generado por la entrada de España en la Comunidad Económica Europea (1986) y en vísperas del año 92, el gobierno socialista valenciano —que a aquellas alturas practicaba una actitud más tecnocrática que a su llegada al gobierno (1979)— se propuso dejar atrás la imagen de ciudad hortelana de inspiración decimonónica. Como alternativa a “la tierra de las flores, de la luz y del amor” que dibujaba el conocido pasodoble, la modernización soñada se quiso vehicular a través de la alta cultura. La construcción del Palau de la Música (1987) y del IVAM (1989), dos grandes espacios culturales que trataban de asimilarse a los estándares europeos, encuentra sentido en este contexto.

El intento vertical de desplazar elementos identitarios muy arraigados y sustituirlos por otros nuevos avivó la llama de la denominada “Batalla de Valencia”, un enfrentamiento entre poderes de raíz cultural. En ese choque todavía hoy activo, se sometieron a disputa los referentes iconográficos, los usos lingüísticos y la construcción de identidades. El ascenso del partido regionalista Unión Valenciana fue reflejo de una corriente popular que se sintió excluida frente al proyecto simbólico socialdemócrata. El apoyo de Unión Valenciana permitió el acceso a la alcadía de Rita Barberá en el año 1991. Es decir, el cambio de signo en el gobierno de la ciudad tuvo una importantísima componente cultural, enraizada en las discrepancias sociales que generó el proyecto socialista de reconstrucción de la imagen pública de València.

Observando ahora la etapa inicial del gobierno valenciano del Partido Popular, aunque apenas se recuerde y pueda incluso parecer increíble, la apuesta por la cultura y la modernidad no sólo no se desechó, sino que se volvió más desaforada que con el gobierno anterior (ya habíamos anticipado que esta historia discurre entre continuidades, no entre rupturas). El PP continuó en la senda abierta por el PSPV, no tanto porque la entrada en Europa y el anuncio de la globalización así lo exigiesen, sino más bien por falta de alternativas propias. El gobierno popular se limitó a cabalgar la ola sobre la que se encontró al acceder al poder, aunque también es cierto que adoptando una actitud más rutilante e incluso impostada.

Hagamos memoria: En 1996, se pone en marcha la Fundación Milenio III, una entidad dependiente del Ayuntamiento que trata de situar a València en una posición de liderazgo en los debates alrededor de la globalización y el desarrollo sostenible (llegan a emitir tres manifiestos que no logran demasiada trascendencia, entre ellos la Declaración de Valencia sobre la Globalización y la Diversidad Cultural del año 2000). La primera edición de la Bienal de Valencia se celebra en el año 2001; se trató de una enorme exposición que reunía a grandes nombres del arte contemporáneo internacional, la fuerte inversión pública necesaria y el escaso impacto hacen que se abandone tras tres ediciones (la cuarta se presentó con un formato discreto, dirigido exclusivamente a cubrir expediente). A pesar de estos grandes proyectos, la candidatura valenciana a Capital Europea de la Cultura, presentada de forma consecutiva en 2000 y 2001, resulta fallida.

En ese tirar a todo a lo que se movía, el premio cayó finalmente en noviembre de 2003, con la designación de València como sede de la Copa América de Vela para las ediciones de 2007 y 2010. “El evento deportivo más antiguo del mundo, por primera vez en aguas europeas”, se anunció orgullosamente. Es divertido recordar que la razón por la que la America’s Cup recaló en València fue que la victoria del equipo Alinghi en 2003 convirtió a Suiza en país anfitrión para la siguiente edición. Los suizos, al no disponer de mar, necesitaron buscar otro lugar donde celebrar la competición náutica. El pájaro cayó y fue gracias a una afortunada carambola.

A partir de esta revisión, vemos que el encuentro de València con el ocio fue más bien fortuito. De forma en absoluto planificada, el Partido Popular dio con una valiosa oportunidad: ahora sí podía trabajar con un elemento que se identificaba sola y exclusivamente como suyo, fuera de la sombra del proyecto cultural socialista. El ocio y el espectáculo abrieron un campo virgen a disposición del PP, en el que además demostraron saber moverse con mayor soltura que en el ámbito de la cultura y de las artes. La llegada de la Fórmula 1 inmediatamente después de la Copa América remachó la nueva orientación estratégica. Los grandes eventos lograron dotar de un fondo de escena adecuado a la Ciudad de las Artes y las Ciencias, que aunque había sido inaugurada años antes (1998), hasta ese momento no consolidó su encaje como elemento central de la nueva imagen de la ciudad de València.

Epílogo. La asimilación social de la imagen de la ciudad y el elogio al meninfotisme

Hemos desvelado las líneas de continuidad que conectan el proyecto de reconstrucción simbólica socialdemocrata con el proyecto popular. Interpretar que el tránsito entre uno y otro se explica únicamente en términos de decadencia y perversión sería una conclusión sesgada. El proceso de redirección no está tan maquiavélicamente dirigido, sino que es más bien improvisado y ocurrencial. Toma forma a partir de inercias asumidas, aprendizajes, intentos fallidos y felices casualidades. En él intervienen además muchos más factores de contexto de los que hemos mencionado y lo hacen de forma determinante.

Con cierta maliciosidad, planteamos un ejercicio de comparación que sí resalta un marcado contraste entre los dos modelos. Podrá sonar provocador, pero podemos afirmar que mientras que el proyecto europeísta del PSPV, a pesar de su talante democrático y de su espíritu ilustrado, no logró que una parte importante de la ciudadanía se sintiese reconocida en él; el sentido del ocio propuesto por el PP sí logró actuar como espacio inclusivo. ¿Cómo interpretar si no que, en una encuesta realizada por la Universitat de València en el año 2009, el 74% de la población considerase que la America’s Cup era “un elemento de orgullo y satisfacción para los valencianos”? La negación fácil de un argumento así sería decir que estaban todos engañados, la cínica sería considerarlos imbéciles.

En el lenguaje valenciano, existen una gran cantidad de expresiones populares que hacen referencia a la capacidad de improvisar, de actuar sin prejuicios, de asumir las deficiencias con actitud relajada, de encontrar oportunidades en la escasez: “a reu”, “pensat i fet”, “fer comboi”, “a la marxeta”, “tota pedra fa paret”… En esa extensión se situaría también la idea del “meninfotisme”, un concepto acuñado por la izquierda que afea a (la otra parte de) la sociedad valenciana su facilidad para pasar de todo y no mostrar compromiso político frente a los agravios.

En la encuesta de 2009 antes citada, un 83,8% de la población opinaba que la Copa América había sido beneficiosa para València. Repetido el sondeo en 2013, en pleno pico de la crisis, un 46,9% de la gente relacionaba la America’s Cup con el despilfarro que condujo al desastre económico y valoraba negativamente su legado; pero ¡un 38,4%! hacía una valoración “indiferente” del mega-evento (“¡Maldito meninfotisme!”).

Pensando en los enormes esfuerzos que los distintos gobiernos realizaron para reescribir la imagen de la ciudad de València, recordando los encendidos relatos con los que se presentó cada nuevo proyecto, observando las enormes construcciones con las que se marcó físicamente el paisaje urbano… A la vista de todo eso, la actitud tranquila de los meninfots, capaces de borrar todo ese musculoso trabajo con su liviana indiferencia, resulta incluso subversiva.

En este texto hemos analizado cómo se ha construido la imagen pública de València desde la acción de gobierno; pero queda pendiente y sería un ejercicio aún más interesante reflexionar sobre el modo en que la ciudadanía ha asimilado o no esa construcción. Es más que probable que este otro enfoque también desvele una especial complejidad en el caso de València. Tiene que ver con esa fina particularidad que, según Josep Vicent Boira, caracteriza a la sociedad valenciana: “una extraña mezcla de apego a las tradiciones y escasa melancolía”. En esa capacidad para vivir en el desprejuicio e incluso en sus insondables caprichos, reside probablemente un arma propia para mantenerse dueños de su identidad.


1 NdE: Tanto el cauce del río Turia como la dehesa del Saler evitaron su desaparición bajo la losa de cemento de la especulación gracias a la movilización ciudadana, en 1959 y 1964 respectivamente, en pleno franquismo.

2 RAUSELL, P. (2010) “València desde la huerta al ocio”.

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